El egoísmo en el amor: un escondite para la estructura narcisista

José Manuel Pérez Monge

29 de octubre de 2025

En toda relación amorosa hay una paradoja: el amor implica reconocer una falta, pero si el que se hace garante del afecto amoroso espera recibir antes que dar, la trampa está servida.

El egoísmo introducido en el amor funciona como un chantaje silencioso: “te doy si tú me das”, “te quiero si me quieres”. Bajo esta lógica, la entrega se vuelve cálculo, y el amor deja de ser un acto de apertura para convertirse en una transacción de ganancia escondida en un contrato cuya condición de partida es la pérdida.

Freud mostró que el amor nace de un desplazamiento de la líbido de auto cuidado, que originalmente se dirige al yo, para posteriormente orientarse hacia el otro.

Pero si ese desplazamiento no se cumple correctamente, el otro no es amado por lo que es, sino por lo que devuelve: una imagen positiva de mí mismo.

Lacan añadió que esa relación está marcada por una identificación imaginaria: amamos al otro en la medida en que sostiene nuestro ideal del yo, y tememos ceder porque sentimos que perderíamos una parte de nosotros.

Cuando ambos sujetos aman desde esa posición —esperando del otro la confirmación de su propio valor—, el amor se convierte en un juego de espejos. Nadie puede ceder sin sentirse engañado; nadie puede recibir sin temer perder.

Y así, lo que comenzó como deseo de unión, termina en un desequilibrio de desconfianza, donde el egoísmo afectivo se disfraza de reciprocidad.

El amor auténtico no elimina el deseo ni la necesidad, pero rompe esa simetría del chantaje: uno da sin garantía de retorno, y precisamente en esa renuncia se abre la posibilidad de encuentro.

El amor puede ser el escenario más sofisticado para el egoísmo. No el egoísmo evidente del que acapara objetos, sino aquel más sutil que usa el vínculo para reafirmar la propia imagen. Desde ahí, el amor se convierte fácilmente en una búsqueda del propio reflejo disfrazado de entrega.

El egoísmo en el amor funciona entonces como un escondite estructural: aparenta ceder, pero en realidad conserva. Ama para recibir.

Solo cuando el sujeto puede aceptar cierta pérdida —cuando no necesita ser devuelto por completo en el otro—, el amor deja de ser defensa y se convierte en encuentro.

El yo solo puede amar si arriesga algo de sí, pero también necesita reconocer su falta en lo que ama. Ese doble vínculo —ceder y conservar— sostiene toda relación humana.

Así, el egoísmo en el amor no es un problema moral, sino una forma estructural de vínculo: el otro se convierte en un operador lógico que devuelve un reflejo narcisista.

Esta estructura revela la complejidad del afecto amoroso, que además enlaza al cuerpo en su dimensión biológica con la potencia de su manifestación simbólica. En este plano, el amor se organiza en vectores que apuntan hacia el otro que se erige como garante del vínculo, rodeando el vacío que dicho lazo mantiene velado.

En el plano corporal, estos movimientos se entrelazan con la activación neuronal impulsada por la libido, que provoca la segregación de neurotransmisores y hormonas, inscribiendo en el cuerpo lo que el símbolo articula desde el discurso.

El amante experimenta la potencia del cuerpo floreciendo en el encuentro, y al mismo tiempo padece la presencia de la falta cuando el otro —ese garante que permite el vínculo— no alcanza la altura de la promesa que lo sostiene.

El amor nunca es simple: puede ser, al mismo tiempo, entrega y apropiación, pérdida y esplendor.

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José Manuel Pérez Monge
Dr. en Psicoanálisis (París) · Dr. en Psicología (Sevilla)
Atención basada en la escucha, la palabra y el análisis personal.
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