El amor no siempre es expresión de alegría, vitalidad y bienestar. A veces se convierte en su contrario: en deuda, en espera infinita o en rencor. Este texto explora —desde Freud, Lacan y la neurobiología— por qué el amor hace sufrir, y cómo ese dolor revela la estructura profunda de nuestro deseo.
Entendido como un dar sin exigir retorno, el amor necesita una estructura simbólica que sostenga el vínculo. Cuando esa estructura se fractura, el circuito del amor se altera y lo que debía circular como don se descompone en múltiples figuras del mal amoroso, entre otros: deuda, espera o rencor.
A veces el amor se convierte en deuda, como si la entrega exigiera una compensación que nunca llega. Otras veces se sostiene en la espera, en la promesa de un regreso que aplaza indefinidamente el deseo. Y en ciertos casos, la herida adopta la forma del rencor, donde lo que fue amor se transforma en resistencia o castigo.
El sujeto que dio y no fue reconocido queda expuesto a la pérdida. La entrega ofrecida al otro —afecto, deseo, tiempo, cuerpo— no retorna como reconocimiento, y el vacío resultante queda manifiesto de forma más intensa.
Cuando el circuito amoroso se interrumpe, el amor no desaparece: se transforma.
Freud mostró que la pérdida del objeto puede volverse deuda libidinal (Duelo y melancolía), espera interminable sostenida por la ilusión de retorno (Introducción al narcisismo), o incluso rencor que conserva al objeto en forma de agresión (El malestar en la cultura).
De tal forma, el mal en el amor tiene muchos rostros, pero todos nacen del mismo punto: el intento de mantener vivo un lazo cuando el representante que lo permitía ya no lo sostiene, desencadenando en un intento fallido de simbolizar la falta.
Cuando el amor sigue, pero ya no sostiene
El desamor no es simplemente la ausencia del amor, sino su persistencia sin sostén.
El vínculo se ha roto, pero la energía afectiva sigue ahí, todavía invertida en el otro, aunque ya no haya respuesta.
Esa incoherencia —intensidad sin posibilidad— abre aún más la falta. El amor, al no encontrar salida, se convierte en exceso, pura entrega sin destino.
Para Lacan, allí se muestra la verdad del amor: el deseo sigue anclado a un significante vacío, a una forma que ya no responde.
El sujeto ama todavía, pero ya no puede alojar su amor en un intercambio simbólico; se queda con el movimiento sin el objeto, con la tensión sin retorno.
El desamor no destruye el vínculo: lo desnuda. Muestra que el amor no es sino un modo de sostener una falta compartida. Cuando el amor cae, no aparece un vacío nuevo: emerge el vacío originario sobre el que se había construido.
Cuando el desamor acontece, el sujeto mide lo perdido, exige compensación o se aferra al sufrimiento como forma de sostener el lazo. Allí donde debía haber expansión del goce vital, aparece la retracción y la defensa.
Si lo enfocamos desde la neurobiología, cuando el circuito simbólico funciona de forma armónica, el amor activa la liberación de dopamina, oxitocina y serotonina.
Este equilibrio permite la experiencia sensitiva del vínculo y refuerza la sensación de bienestar.
Pero cuando el circuito se interrumpe —cuando el sujeto no puede simbolizar lo que ocurre o no encuentra respuesta en el otro—, el cuerpo lo vive como amenaza. La dopamina se inhibe, disminuyendo la motivación y el deseo, el cortisol aumenta, generando ansiedad y estrés y la amígdala cerebral entra en alerta, interpretando la ausencia como peligro. La memoria afectiva, mediada por el hipocampo, reactiva las huellas de pérdida y reproduce el sufrimiento. El cuerpo recuerda lo que el símbolo no logra procesar.
Freud llamó a esto compulsión de repetición: revivir el dolor para intentar dominarlo.
Lacan lo entendió como retorno de la falta, la insistencia de lo que no puede ser simbolizado.
De tal forma, el sufrimiento en el amor no es solo una emoción ni una reacción del cuerpo. Nace de un desencuentro entre la trama simbólica que da sentido a la singularidad de cada uno y el representante que encarna la falta más íntima que lo define, todo ello intensificado por la fuerza fisiológica que se manifiesta en el cuerpo.
Más allá de la farmacología, que puede atenuar los síntomas, solo la reinscripción simbólica —reconocer la pérdida y devolverle un lugar— puede restablecer el circuito vital del amor.